En la casa no había café. Mejor dicho, sí lo había, pero no teníamos ninguna forma de edulcorarlo. Y a mí las amarguras no me gustan nada, ni siquiera como sensación gustativa.
Habíamos llegado la tarde anterior a nuestro lugar de vacaciones, situado en una zona residencial, sencilla y tranquila, urbana pero cercana a la naturaleza. Un estupendo lugar, pero desconocido.
Esa mañana, echando de menos mi rutina matinal, decidí salir a cualquier bar cercano en busca de un café que pudiera endulzarse.
Al salir a la calle me resultó evidente la ausencia de cualquier local público. Me puse a caminar, esperando algún resultado mejor a la vuelta de la esquina siguiente. Pero al volver la esquina, aparecía siempre el mismo panorama: viviendas muy playeras, muy majas, todas con su jardín, pero todas bien cerradas. Y ni un alma por la calle.
Yo continuaba una manzana más, y otra, pero no descubría nada nuevo. De pronto, al cruzar una transversal, encontré un ejemplar de homo sapiens en forma de mujer, entrada en años aunque no tanto como yo, que barría una puerta de calle en uniforme de limpieza. Supuse que debía desempeñar allí la función de conserje de la finca, y que conocería la zona.
Me acerqué a ella y le pregunté si había cerca algún sitio donde poder tomar un café: ¿bar? ¿cafetería?… Ella detuvo su tarea para atenderme y se puso a repasar mentalmente sus conocimientos sobre la cuestión. Trató de responderme, con un leve acento extranjero tal vez proveniente del Este europeo: "… Por esta calle adelante… No, no, eso queda lejos”… “A lo mejor en esa otra dirección… aunque no sé si estará abierto… Y está lejos también…". Así estuvo un momento más, hasta que de pronto se le iluminó la mirada, y haciendo ademán de extender los brazos hacia la casa, con ambas manos abiertas, me dijo:
«Si lo que quiere es un café… ¡Aquí mismo!»
Lo había dicho sonriéndome abiertamente con tanta calidez que yo me sentí conmovida por su espontáneo y completamente inesperado ofrecimiento, y en un inmediato impulso la tomé por los hombros y le di un beso agradecido, exclamando “¡Oooh…! ¡Bonita!!!”
No quise robarle tiempo de sus obligaciones. Me despedí repitiéndole mi sincero agradecimiento por un gesto tan hospitalario e inusual en estos tiempos individualistas y egocéntricos.
Recordé entonces el título de una película que vi hace algún tiempo, "La amabilidad de los extraños” (The kindness of strangers). Una película un tanto sentimental pero muy agradable. Y me dije: “No, no es cosa de película. La amabilidad de los extraños existe de verdad”.
Tengo que añadir, además, que ésta no es, ni mucho menos, la única vez que lo he comprobado con mi propia experiencia.
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